domingo, 26 de octubre de 2008

Vivir, al fin y al cabo, es orinar

Tengo un panteón particular de hombres y mujeres ilustres (soy, como los franceses, un romántico asqueroso). De todos los guionistas y directores de cine que hay en ese panteón, Billy Wilder ocupa un lugar especial: al fondo a la derecha. Aviso ya de entrada que no se trata del retrete: ¿para qué querrían un retrete en un panteón de hombres ilustres? Todo el mundo sabe que los hombres y las mujeres ilustres no tienen ese tipo de necesidades. No. Se trata de un lugar umbrío, un poco elevado, desde el que, a través de un ventanuco, se divisa bien el mundo exterior. Allí, Wilder todavía se ríe de mí, de nosotros. Porque Wilder, ser mordaz como pocos, también era profundamente comprensivo con los sentimientos de quienes habitamos ese mundo exterior. Al fin y al cabo, eso es lo que distingue a los buenos de los malos, ¿no? Y Wilder era de los mejores, aunque se emperre en quedarse allí, al fondo a la derecha. O justamente por eso...



Sé que él no estaba especialmente orgulloso de esta película, pero háganse un favor, si tienen un rato, revisiten 'Irma, la dulce'. Tal vez no destaque por ser la que más aforismos de Wilder contiene, pero como historia... ¡Joder, qué bueno era el cabrón!

P.D.: Por cierto, ¿sabían que 'Irma, la dulce' se basaba en un musical francés de 1956 y que la protagonista de la versión de Wilder, Shirley MacLaine, también había cantado el tema central del musical?

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